02 sep 2024
El dilema del chip: choque entre seguridad nacional y eficiencia económica
La carrera competitiva por liderar la producción de semiconductores y asegurar sus cauces de abastecimiento ha primado la defensa de la soberanía frente al libre mercado.
Diego Herranz - Colaborador de Asesores de Pymes externo a Cesce
La relocalización de fábricas manufactureras en general y las políticas de subvenciones oficiales a industrias como la de los chips en la práctica totalidad de potencias industrializadas y mercados emergentes ha generado un intenso dilema ideológico y productivo que hace entrar en colisión la invocación a la seguridad nacional que pretende proteger unas cadenas de valor de un elevado interés geoestratégico para el boyante sector tecnológico y las inversiones en innovación que se requieren para impulsar la transición energética, por un lado, y el principio rector de la libertad de mercado que persigue la eficiencia económica, por otro.
David Sacks y Seaton Huang, investigadores de Estudios Asiáticos del CFR, el Council on Foreign Relations, lo acaban de explicar en un informe de este think-tank europeo. Su lectura justifica la fiebre por la fabricación de semiconductores en todo el mundo. Un coche, por ejemplo, necesita 3.000 circuitos integrados para que funciones, mientras un misil anti-tanque Javalin requiere de más de 250 chips. Y en plena fase expansiva de la Inteligencia Artificial (IA) y de la computación cuántica, la demanda de semiconductores se disparará casi de forma exponencial. Sin embargo, ninguno de los más avanzado se produce en EEUU. Taiwán domina el mercado de alta gama de este nuevo El Dorado industrial.
Ante tales desafíos, y en plena carrera competitiva con China, la Casa Blanca no solo ha generado ayudas federales para hacer retornar la fabricación de chips a su territorio y asegurarse así sus líneas de abastecimiento, sino que ha dotado a sus firmas del escudo de segmento productivo a resguardo por razones de seguridad nacional. A pesar de que este proteccionismo pueda llegar a minimizar la eficiencia económica de sus modelos productivos por pérdida de competitividad y prácticas monopolísticas, aseguran.
Porque, aunque la importancia de los chips es crucial y está considerado un material crítico y de interés estratégico, EEUU es altamente dependiente de su importación. Según cifra su Comisión de Comercio Internacional, el 44,2% de los de mayor sofisticación tecnológica -aquellos que se catalogan de cerebros técnicos capaces de procesar información- proceden de Taiwán, que es, al mismo tiempo el dominador del mercado global: el 60% de los semiconductores se fabrican en el territorio que reclama China y el 90% de los más avanzados. Su gran multinacional, TSMC, que acaba de sobrepasar el billón de dólares de capitalización bursátil, con tan solo tres semanas de diferencia respecto a la proclamación de la californiana Nvidia como la mayor firma mundial por valor de sus acciones después del sorpasso que, en apenas unos meses, realizó sobre Apple, primero, y Microsoft, después, y a la que no pocos analistas ven superar los 4 billones de dólares a medio plazo, es la principal abastecedora de Apple, Intel, Nvidia o Qualcomm.
Una vez fabricados, TSMC los envía al Sudeste Asiático para su ensamblaje, sus test de pruebas y su empaquetado, antes de su embarque a distintos destinos del planeta.
Todo ello ha elevado el grado de preocupación. Sobre todo, por el elevado voltaje geopolítico que impera en el orden mundial. En Bloomberg estiman que una guerra entre EEUU y China por Taiwán restaría 10 billones de dólares al PIB global. Tanto como la suma de los PIB de Alemania, Japón y España. Y, por supuesto, alteraría el mercado de chips, creando una devastadora crisis económica y una ruptura de las cadenas de valor.
Pero los chips también exigen un inmenso volumen de agua que Taiwán debe racionar por ser una de las latitudes más asoladas por la sequía y las inclemencias meteorológicas. También por la amenaza sísmica. Todo ello -explican Sacks y Huang- invita a invocar la seguridad nacional en la necesaria estrategia de protección de una industria altamente sensible a subidas de precios o a una paralización de su I+D+i ante cualquier eventualidad geopolítica o económica.
Sin duda por estos condicionantes, los autores del estudio consideran que la Chips and Science Act y sus 280.000 millones de dólares de ayudas federales para los próximos diez años va en esta dirección. Al igual que los 39.000 millones adicionales para expandir sus fábricas por todo el país. O los 8.500 millones que ha otorgado la Administración Biden a Intel, otros 6.600 a TSMC y unos 6.400 adicionales a la surcoreana Samsung por invertir en EEUU, con el desafío de producir hasta el 20% de los semiconductores de alta gama al final de la década actual.
El resultado es una estrategia de de-risk y de friendshore porque, en paralelo, la Casa Blanca ha decidido impulsar la producción de sus empresas de ultramar en Japón, Corea del Sur o Malasia. En prevención de un conflicto en Taiwán. Pero también, casi al mismo nivel de importancia, para garantizar unos niveles esenciales de eficiencia productiva y económica. Una alternativa con un elenco de países aliados sin descuidar a su socio geoestratégico en la región: Taiwán.
La incompleta agenda industrial de Biden -a expensas de que pueda ganar las elecciones del mes de noviembre- deja en el aire la pretensión del Tesoro americano que dirige la ex presidenta de la Reserva Federal, Janet Yellen, de incentivar aún más a las compañías que decidan fabricar sus chips en el mercado doméstico, reforzar sus cadenas de valor en EEUU, ampliar las garantías de los consumidores y las demandas de las empresas o establecer ventajas y deducciones fiscales a las firmas de manufacturas de circuitos integrados.
En aras, por supuesto, de la seguridad nacional y con el principio recto de que la eficiencia de su tejido productivo sea de la suficiente intensidad como para que sus agentes empresariales sean capaces de operar en un clima de competitividad y productividad elevadas y en una atmósfera de libre competencia.
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